lunes, 28 de enero de 2008

Aquellos buenos viejos tiempos

¿Qué pasó con las brillantes ideas de negocios del pasado?

Las ideas sobre la gestión de empresas van y vienen con una rapidez inusitada. ¿Recuerda, por ejemplo, lo difundida que estaba la gestión del conocimiento hacia fines de los ’90? Hoy es sólo otra de las iniciativas que no cumplió con sus promesas.

La avidez de las organizaciones por las palabras de moda parece no tener fin. En los últimos años, el mundo de los negocios adoptó una gran variedad de conceptos: cambio cultural, gestión de calidad total (TQM), círculos de calidad, reingeniería, balanced scorecard (en español, cuadro de mando integral), gestión del conocimiento (una vez más), la organización que aprende, Six Sigma y capacidades centrales, entre otros. En la actualidad, toda una industria trabaja para generar “liderazgo en el pensamiento”. Pero las cosas no fueron siempre así. La historia de las modas del management es muy corta; apenas tiene 25 años. Y, a diferencia de los pensadores del presente, los primeros gurús no sólo buscaban ganar dinero; intentaban, además, darles un sentido a los diferentes escenarios de la gestión. A pesar de lo toscas que fueron algunas de sus ideas, lograron influir de forma genuina en el pensamiento de los gerentes actuales. Algo que la mayoría de los libros que vinieron después no pudieron lograr.

La alborada

La década de los ’70 fue desdichada para el mundo corporativo occidental. A las crisis del petróleo y de la inflación les siguieron crisis, más profundas aún, de confianza en las empresas. Mientras Europa y los Estados Unidos enfrentaban un desastre económico tras otro, Japón avanzaba raudo a la distancia. El modelo del capitalismo estadounidense se movía al ritmo de la marcha fúnebre.

Quienes mejor retrataron ese escenario fueron dos académicos de la Escuela de Negocios de Harvard: Robert Hayes y Bill Abernathy. Su artículo “Managing Our Way to Economic Decline” (El camino hacia la declinación económica), aparecido en el número de julio/agosto de 1980 de Harvard Business Review, fue desalentador pero muy influyente. Los autores sugerían que el problema no estaba en la competencia extranjera o la militancia sindical, sino en la alta gerencia, y anunciaban que las empresas estadounidenses tenían las horas contadas.

Mientras la mayoría pensaba que esa evaluación era acertada, asomó un atisbo de esperanza. Un joven asociado de McKinsey & Co. recibió una misión cautivante: recorrer el mundo y buscar las mejores prácticas gerenciales, dondequiera que estuviesen. Su nombre era Thomas J. Peters. Sin sentirse intimidado por la magnitud de la tarea, el enérgico e inquisitivo Peters cultivó con asiduidad sus contactos académicos y corporativos, y visitó escuelas de negocios, oficinas corporativas y fábricas de varios países. En el camino, la búsqueda de las mejores prácticas se convirtió en un proyecto bibliográfico que incorporó a un colega de McKinsey, Robert H. Waterman, para que colaborara en el libro que se publicó en 1982 con el nombre de In Search of Excellence (En búsqueda de la excelencia). El momento elegido fue impecable, y el dúo de McKinsey consiguió calmar las aguas con un mensaje alentador: una parte del mundo corporativo estadounidense seguía liderando los negocios; el resto tenía que aprender de los mejores. In Search of Excellence fue el primer best-seller en su tipo, y sus autores no sólo fueron los primeros de una nueva raza de gurús, sino que hicieron del pensamiento de negocios el centro de atención, y dieron nacimiento a toda una industria (ver “La gestión en Occidente”).

Sus ideas empezaron a ganar adeptos. “Peters y Waterman otorgaron legitimidad al management, y aportaron conceptos radicales para que las empresas recuperaran su competitividad”, dice Kathryn Rudie Harrigan, profesora de Management en la Universidad de Columbia, cuyo trabajo de la década de los ’80 sobre alianzas y joint ventures, y sobre las industrias maduras y en declinación, tuvo una enorme trascendencia. Los académicos de las escuelas de negocios cobraron popularidad. Rosabeth Moss Kanter inició su prestigiosa carrera con la publicación de Men and Women of the Corporation (1977) y The Change Masters (1983). Lo propio ocurrió con Michael Porter, cuya obra Competitive Strategy (Estrategia competitiva) fue publicada por primera vez en 1980. En otros frentes, las miradas se volcaron hacia Japón. En 1981, Richard Pascale y Tony Athos, académicos de Stanford y Harvard, respectivamente, dieron nacimiento a The Art of Japanese Management (El arte del management japonés). Así fue como el mundo conoció el modelo de las “Siete S”, un concepto que Peters y Waterman ayudaron a incubar.

Kenichi Ohmae pasó luego a explicar el enfoque japonés de la estrategia. Todo ello mientras los grandes expertos en “calidad” —W. Edwards Deming, Joseph Juran y Philip Crosby— emergían de las sombras. De aquellos días, Pascale recuerda que “el punto de inflexión en nuestra obra sobre el management japonés llegó cuando Athos y yo rechazamos el chaleco de fuerza de la prosa académica y encaramos el tema como un ensayo, siguiendo la tradición de Drucker”. Peter Drucker, considerado el gurú de la innovación y el marketing, escribió más de 30 libros, y sería la fuente de inspiración para muchos de
sus pares. En tanto, un puñado de futurólogos —sobre todo John Naisbitt y Alvin Toffler— y un sinnúmero de predicadores de la autoayuda avivaron el fuego. En 1982, Ken Blanchard descubrió una mina de oro con The One Minute Manager, y en el ’89, Stephen Covey reveló su tesis de los Siete Hábitos. “A fines de los años ’70 y principios de los ’80 coincidieron tres factores —explica Richard Pascale—. Primero, las convulsiones durante y después de la Guerra de Vietnam pusieron en tela de juicio la autoridad en todas las esferas, incluida la de los ne gocios. Segundo, la competitividad japonesa hizo que los estadounidenses tomaran conciencia de su orgullo desmedido. La amenaza no se limitaba a las compañías en crisis; también incluía al empleo. Y tercero, los años ’80 trajeron consigo los grandes cambios tecnológicos y la auténtica competencia global. Los oligopolios antes dormidos, como GE, 3M, IBM, WR Grace, ITT y ATT, descubrieron de pronto que estaban en desventaja. Su búsqueda de respuestas dio autoridad a los gurús y sus ideas.”

Triple impacto

¿Qué influencia ejerció en el mundo de los negocios esa primera generación de ideas de negocios? ¿Sigue teniendo peso? Separar las ideas del momento y lugar en que surgieron no es sencillo. Resulta difícil saber, por ejemplo, si una generación de autores crea nuevas tendencias o sólo subraya las existentes. Del mismo modo, no es simple separar a los pensadores visionarios de los observadores con ojo de lince. Y quizás ni siquiera importe. Lo que es claro es que los primeros best-sellers de negocios coincidieron con un importante cambio en el pensamiento. En primer lugar, las empresas empezaron a reconocer, elevar y, por último, a celebrar, el potencial humano. Segundo, apareció un idioma global de negocios y modelos reconocidos en todo el mundo. Y tercero, las corporaciones estadounidenses se comprometieron con la innovación, expresada en el impulso por buscar y absorber las nuevas ideas y las mejores prácticas.

Las personas primero. Un estilo de gestión racionalista y mecanicista había dominado los años de posguerra. Las empresas preservaban su fe en la planificación, la investigación de mercado, la organización a gran escala, los números, las jerarquías, las normas y los manuales de políticas. Ser guiadas por los valores de la conducta era demodé, y el debate sobre la inteligencia emocional y la efectividad de la gestión ni siquiera había empezado. En oposición, libros como In Search of Excellence y The Change Masters ponían el foco en la gente, y reflejaban los albores de un movimiento que se propuso explorar la complejidad social. Si bien los ’80 pusieron a las personas otra vez en la agenda corporativa, el énfasis en el aspecto humano demostró ser, en gran medida, teórico. A principios de los ’90, el péndulo volvió a girar hacia los enfoques más racionales.

Un nuevo idioma. La invención y popularización de la nueva lengua del mundo de los negocios marcó el inicio de la cultura de las palabras de moda; ese estilo de comunicación que Scott Adams, creador de Dilbert, y algunos otros, aman satirizar. A los ojos de muchos, el lenguaje global del management es una terrible aberración lingüística, un vacío de significado envuelto en una prolija terminología. Sin embargo, gracias a su difusión, fue la primera vez que los gerentes de lugares tan distantes como Cleveland y Cleethorpes leyeron los mismos libros de negocios y mantuvieron una conversación en un idioma común. En síntesis, se había puesto en marcha el proceso de globalización del management.

Pese a ello, los aportes más claros al nuevo idioma de los negocios no provinieron de las palabras de moda, sino de dos modelos clave: el de las Cinco Fuerzas de Michael Porter y el de las Siete S de McKinsey. El esquema de Porter fue el más enseñado (y lo sigue siendo), copiado y mencionado en el mundo de los negocios. “Porter ejerció una gran influencia”, observa Harrigan, de Columbia, quien fuera primero su alumna en Harvard, y luego coautora de algunos de sus libros. Pero los académicos contemporáneos tienden a subestimarlo. “Es como la rebelión adolescente —considera Harrigan—. Cada generación necesita tener su propia identificación, y se burla de todo lo que hubo antes.”

Ahora, Porter dedica sus esfuerzos a asesorar a gobiernos, y su último libro, Redifining Health Care, aborda el complejo tema de la atención de la salud. El modelo de las Siete S, por su parte, emergió después de que Pascale, Athos, Peters y Waterman pasaran una semana encerrados en un hotel, tratando de aportar algo que diera sentido a las organizaciones. “La mayor parte del pensamiento sobre cambio y diseño organizacional sigue derivando de ese modelo”, afirma James Champy, coautor de Reengineering the Corporation, libro que definió la agenda de los ’90.

Innovadores incansables. El tercer legado fue el entendimiento de que el mundo de los negocios evoluciona de manera continua, y que las empresas sólo pueden mantener su posicionamiento si generan una cultura de la innovación. Después de 1945, las compañías estadounidenses suponían que su posición era inexpugnable: en tanto siguieran fieles a su manera de hacer negocios se mantendrían a la vanguardia. Y fue un verdadero golpe para ellas la rapidez con que los competidores japoneses invadieron su mercado interno a fines de los años ’70. Durante un tiempo, los ejecutivos estadounidenses culparon a la mano de obra barata, pero poco después comprendieron la verdad. Empresas japonesas como Honda y Toyota construyeron fábricas en los Estados Unidos; las poblaron de trabajadores locales a los que les pagaban los mismos salarios que las compañías nacionales, y aun así seguían superando a sus rivales. De pronto, el foco cambió. El estilo de trabajo atrajo la atención de los investigadores y ejecutivos, antes obsesionados con los números. Abrieron los ojos y salieron a buscar prácticas innovadoras. “Si quiere encontrar soluciones a problemas en apariencia insolubles, vaya al frente de batalla e identifique a la gente inteligente que se dedica a resolverlos. Allí hallará las respuestas”, dice Bruce Tulgan, de Rainmaker Thinking, un centro de estudios de New Haven, Connecticut.

Había llegado el turno de las mejores prácticas. El benchmarking se puso de moda. Desde entonces se publicaron innumerables libros basados en esa fórmula de comparación. El más notable fue Built to Last, de James Collins y Jerry Porras. “Lograr que esas ideas salieran de las escuelas de negocios y se instalaran entre los libros populares hizo algo más que iluminar al gran público —señala Tulgan—. Influyó en los pensadores, y alentó a los líderes de negocios a practicar las técnicas más nuevas.”

La cultura de la innovación se fortaleció con otro best-seller de negocios, The Fift Discipline: The Art and Practice of the Learning Organization, de Peter Senge. Llegado ese momento, la noción de que el cambio era la única constante del mundo corporativo ya se había arraigado en la psiquis de los ejecutivos.

Los gurús modernos

La industria de las ideas de negocios siguió creciendo. Timothy Clark, profesor de Comportamiento Organizacional en la Escuela de Negocios Durham, del Reino Unido, estudió el fenómeno. “Esta industria es similar a la de la música o a la cinematográfica —apunta—. Su basamento económico es producir ideas dirigidas a un público masivo, y el triunfo se mide según el grado de éxito que logren en términos de popularidad.” En la actualidad, el management se inspira en una amplia variedad de disciplinas: economía, psicología, biología, teoría del caos. El oscuro modelo de hoy, publicado en una árida revista académica, puede ser la concisa y vivaz presentación de un gurú del mañana. “Las ideas circulan a mayor velocidad que en el pasado, razón por la cual sus vidas promedio son también más breves”, afirma Clark. Un estudio académico reciente lo confirma: el período entre la introducción de una nueva idea o técnica de Management y el punto más alto de su popularidad descendió de un promedio de 14.8 años entre los ’50 y los ’70, a 7,5 años en la década de los ’80 y a 2,6 años en los ’90.

Claro que algunas ideas tienen más vigencia que otras. Un ejemplo es el modelo de creación de valor para el accionista. El concepto no es nuevo; proviene de varios trabajos de profesores estadounidenses, entre ellos del libro de Alfred Rappaport de 1986, Creating Shareholder Value for Business. Rappaport, profesor de la Escuela de Management para Graduados Kellogg, de la Northwestern University, sostenía que los métodos tradicionales para evaluar el rendimiento corporativo, como las relaciones precio-ganancias y ganancias por acción, eran inadecuados. Según explicó, el rendimiento corporativo debía evaluarse sobre la base de los retornos económicos generados para los accionistas, cifra que se obtiene al restar los flujos de caja proyectados del costo del capital. “El efectivo es un hecho, la ganancia es una opinión”, escribió.

La noción de que la creación de valor para el accionista era un indicador más preciso del rendimiento económico se arraigó con rapidez. Al ver la oportunidad que tenían por delante, las consultoras desarrollaron sus propias variaciones sobre el tema. A pesar del sinnúmero de siglas confusas y de indicadores complejos que aparecieron con los años, el concepto básico sigue siendo el mismo: maximizar el retorno de los accionistas. Y no hay que olvidarse de la reingeniería (o reingeniería de procesos de negocios, como también se la conoció), defendida por James Champy, cofundador de la consultora CSC Index, y por Michael Hammer, ex profesor de Ciencias de la Computación en el MIT. En un momento pareció que el mundo corporativo estaba dividido entre las empresas que se habían embarcado en programas de reingeniería y aquellas que estaban a punto de hacerlo. El famoso best-seller de Champy y Hammer de 1993, Reengineering the Corporation, produjo una verdadera ola de programas de ese tipo, mucho trabajo de consultoría y un aluvión de libros que promovían enfoques alternativos del
mismo tema. Gracias a la popularidad de este concepto, CSC se convirtió en una de las consultoras más importantes del mundo. Pero si nos remontamos en el tiempo, veremos que la reingeniería de procesos sólo siguió de cerca al “empowerment”, el benchmarking de las mejores prácticas y el ícono de las prácticas de gestión japonesas, la Gestión de Calidad Total (TQM).

Hoy, una nueva sigla se puso de moda: CSR, que significa “corporate social responsability” (en español, responsabilidad social empresaria o RSE). La gobernabilidad ocupa también un lugar de privilegio en la agenda de los directorios —aunque no siempre en la mente de los gerentes—, y las consultoras no ocultan su interés por subirse a bordo del carro triunfal de la gobernabilidad y la RSE. El hecho de que ambos conceptos existan desde hace un tiempo no es obstáculo para que un renovado envase los haga parecer nuevos.

La dura verdad es que la mayoría de las ideas sobre la gestión de empresas distan mucho de ser originales. ¿Por qué las compañías reclaman ideas nuevas o con un nuevo envase? En parte, se trata de una simple respuesta a un mundo de negocios en constante cambio. “La audiencia de gerentes perdió la fe en muchas de las recetas de éxito que se dan por sentadas —dice Timothy Clark—. Algo que obedece a la creciente competencia en sus propias industrias y mercados, y a la globalización. Las empresas salen en busca de ideas con la esperanza de mejorar su desempeño y su competitividad.”

Pero ¿satisfacen las grandes ideas algún propósito útil? Una visión cínica diría que muchas compañías se valen de las modas del management para convulsionar a sus organizaciones: la gran idea es menos importante que agitar a su mundo corporativo interno. No cabe duda de que las nuevas ideas llevan a los gerentes y a las organizaciones a cuestionar el statu quo, y ayudan a las empresas a modernizar su pensamiento, sus operaciones y estructuras. Sin embargo, es difícil decir si influyen de manera positiva en el rendimiento. En general, no logran cumplir con sus promesas porque se las reemplaza con rapidez por la siguiente solución. Como corolario, se instala la desilusión. Incluso hay quienes sostienen que sólo existen dos ideas de management en el mundo, identificadas en los años ’60 por el profesor Douglas McGregor, del MIT. Su trabajo analizó la dicotomía central de la gestión: si los trabajadores son individuos que se motivan a sí mismos o si son, en esencia, holgazanes, y necesitan una vigilancia constante. A estas dos posiciones las denominó Teoría X y Teoría Y, respectivamente; es decir, la zanahoria y el palo, o los incentivos y las amenazas. Más tarde, William Ouchi sumaría a esta zaga la Teoría Z, en su libro homónimo de 1981. Al analizar los métodos de trabajo japoneses, Ouchi describió un sistema más humanista, en el cual la compañía se comprometía con su gente y viceversa.

A pesar de que persiste la opinión de que el péndulo oscila entre las dos teorías básicas de McGregor y de que todo lo demás es maquillaje, las ideas de management son mucho más que su mero impacto individual. Tienen un efecto acumulativo. Por ello, el mayor legado del pensamiento de los años ’80 no fueron las herramientas y las técnicas que surgieron. Las ideas ejercieron su mayor influencia al modificar, de manera sutil, la forma en que los gerentes veían el mundo, su potencial humano, su lenguaje
global de negocios y su búsqueda constante de un mejor estilo de trabajo. Estas son las lecciones que perduran.